Por José María Jarry, Profesor de Historia.
Tenemos la costumbre de escuchar, cada cierto tiempo, que “Chile es un país solidario”. Es una frase que sale a relucir luego de que las personas se movilizan para ayudar durante desastres naturales o en conocidas campañas que se realizan anualmente. Un sticker en el pecho, una etiqueta de un producto “con el que ayudo” o un like en redes sociales. ¿Pero de qué hablamos cuando estamos hablando de solidaridad? Es normal que, viviendo en la sociedad de la información y la inmediatez de las redes sociales, la solidaridad pueda ser reducida más a una “estética” -donde prima el reconocimiento- que una acción que nos movilice para un encuentro con las/os demás, especialmente quienes sufren esquemas de marginación.
Si hablamos de una estética solidaria, nos referimos de manera solapada a que realmente no existen problemas sociales o injusticias urgentes de resolver, sino que simplemente hay lamentables desgracias ocasionales que nos hacen partícipes en tanto aquello nos otorga un status de “persona solidaria”. Esta concepción de la solidaridad como espectáculo nos convierte finalmente en consumidores, sin una toma de conciencia ni movilización contra la injusticia. De alguna forma, el “producto solidario” nos adormece e instala lógicas mercantiles en un terreno donde declaramos prima el amor y una profunda fraternidad que nos hermana ante los dolores humanos.
Ante esos dolores también podríamos movilizarnos desde la culpa; esta también puede ser una manera errada de comprender la solidaridad si la fijamos desde el despliegue morboso del sufrimiento, desde el “qué pena”, desde los “pobrecitos”. Si nuestro actuar está atravesado por la culpa, nuestras motivaciones carecen de una voluntad genuina de encuentro con las/os otras/os, sino por la necesidad de calmar el dolor que en nosotras/os nos generan sus padecimientos. ¿Qué es entonces la solidaridad, tan nombrada durante este mes que termina?
Cuando hablamos de solidaridad hablamos de una vocación intrínseca a nuestro seguimiento de Jesús, que vivió su vocación de Reino como un compromiso radical y amoroso por los pobres, las mujeres, la infancia, las/os enfermos y todas las personas que en la Galilea del siglo I sufrían las consecuencias de un régimen político y orden religioso que les relegaba a la marginalidad y desprecio. Como Jesús, el “modelo” solidario al que nos debemos aproximar es aquel que nos hace encontrarnos con el mundo del dolor y de la injusticia y no quedarse indiferente; y, en segundo lugar, significa aproximarse desde el amor y el compromiso de la opción preferencial por las/os pobres y sus anhelos. El Padre Hurtado escribía en noviembre de 1946 al diario El Mercurio que ese compromiso por la solidaridad y justicia “es un verdadero clamor de la fraternidad humana contenida en cada página del Evangelio. Es imprescindible abordar con seriedad las cuestiones económico-sociales que rodean a nuestro pueblo para lograr darle una vida que en verdad podamos llamar humana”.
Este modo de solidaridad nace en la experiencia del encuentro afectante con la realidad del otro, herido en su dignidad de persona. La solidaridad como encuentro es, finalmente, un modo de acercarse sin pretensiones a nuestra humanidad herida y dolernos activamente para tomar las banderas por un mundo más justo, fraterno y al modo de Jesús.
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