Por: Paula Córdova Calisto, profesora Ed. Básica.
En Chile, el 16 de octubre se conmemora el día del profesor. Esta fecha ha sido modificada varias ocasiones, y no es azaroso que la fecha que se mantenga sea la impuesta durante la dictadura militar, en la que un centenar de profesores y profesoras fueron declarados detenidos/as desaparecidos/as. Y comienzo relatando esto porque mucho se habla de la educación y del rol de los profesores/as, de las características que debemos tener, de lo que podemos o no podemos hacer, y sobre cómo nuestra propia humanidad debe olvidarse al momento en el ejercemos nuestra labor como educadores/as, convirtiéndonos en seres “neutros” o también denominados, objetivos.
Quienes ejercemos en la docencia-y la vivimos día a día- escuchamos todos los días que la vocación es lo que sustenta nuestra práctica. Es decir, que nuestra vocación -entendida por algunos como el solo hecho de escoger un trabajo- es el argumento para comprender y justificar todo lo que ocurre en nuestra labor (desde lo positivo hasta los maltratos que reciben (o recibimos) tantos/as), dejando de lado nuestros sentires y nuestra propia historia y forma de ver el mundo.
Pero, ¿qué significa ser docente? ¿Qué implica ejercer la pedagogía en tiempos de tanto cambio? ¿En qué nos aporta la Fe en el ejercicio de la educación?
A mi parecer, la pedagogía es un camino -entre tantos otros- que muches escogemos para aportar, desde lo cotidiano, a la construcción de un mundo más justo, a la promoción de la dignidad de la niñez y a la liberación de otres. En otras palabras, decidimos ser docentes porque anhelamos la justicia. Por tanto, la pedagogía no es un mero regalo, sino que es una opción discernida que nos exige, diariamente, a dar lo más y mejor de nosotres. Esto último ayuda a reconocer la labor del profesorado no solo como la transmisión de conocimientos o el cuidado del estudiantado, sino como un espacio de reflexión, inflexión y construcción.
Ser profesor/a implica crear un lazo humano con la plena -y diversa-humanidad. Una humanidad que es reflejo de la creación de Dios, la creación que pretende ser acogida en la escuela a la espera de lo inesperado. Bien nos decía Gabriela Mistral, poeta y ejemplo de pedagoga: “Quien ha hecho clase lo sabe. Sabe que la hermosura es el aliado más leal de la virtud y que el maestro más reacio a la poesía se le hace pura poesía la clase cuando explica con altura… La pedagogía tiene su ápice, como toda ciencia, en la belleza perfecta: Esta, la escuela, es, por, sobre todo, el reino de la belleza. El reino de la poesía insigne. Hasta el que no cree cantar, aquí está cantando sin saberlo”.
Educar en tiempos de cambios exige no olvidarnos de quienes somos, sino que volcar todo lo que somos y creemos; ser fieles a nuestra propia creación para posibilitar el encuentro -y desencuentros-con otres que tienen la esperanza de crecer, cuestionar, reflexionar, amar, pensar, crear y aprender. El modelo de profesor/a perfecto no existe, solo existe nuestra perfecta imperfección que tiene la posibilidad de dialogar con otros seres humanos que confían en nosotres para acompañarlos en su caminar.
El proyecto de Dios es más grande que el propio. Amar y abrazar la lucha por la justicia social es una verdadera revolución que sacude lo propio para darlo a otros. La misión de educar nos elige y nos sentimos enviades a ella; porque no solo educamos, sino que cuidamos y custodiamos la dignidad de tantos y tantas. Tenemos que ser capaces de amar profundamente a quienes educamos.
La docencia es humanidad traspasada, compartida y creada para, por y con otres. Es dar lo que verdaderamente somos al servicio de otras personas. No podemos ser profesores sin antes ser personas que creemos, que pensamos y sentimos. No existe una pedagogía objetiva o neutra, sino más bien una pedagogía personal y comunitaria. Por tanto, la educación es de los caminos más complejos -y bonitos-para construir el Reino de Dios, un Reino diverso, creativo, humano, amoroso, complejo, pero por, sobre todo, libre y generoso.
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