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Una pandemia reestructuradora

Por: Ninoska Aguilera, abogada.


El mundo está pasando por la crisis más profunda de los últimos 100 años. La gran mayoría de los países se encuentran combatiendo a un enemigo invisible que ha costado miles de vidas. Bajo este contexto, resulta inevitable mirar las noticias y no sentir angustia, rabia, impotencia y muchas veces, también miedo. Miedo ante un sistema de salud que no da abasto; impotencia ante las tardías e insuficientes medidas que ha tomado el Gobierno Central para hacer frente a esta pandemia; rabia, al ser testigos de la precarización laboral y de cómo día a día miles de chilenos son despedidos o deben salir a trabajar, viajar en transporte público y aglomerarse, sin contar con las condiciones mínimas recomendadas por la OMS para estos casos; angustia ante los acaparadores y ante los indolentes que han incumplido las indicaciones egoístamente, poniendo en peligro a la ciudadanía; todo lo anterior, a causa de las decisiones individualistas y mezquinas de una autoridad de Salud que parece estar más interesada en la crisis financiera que de la vida de las personas.


Estamos siendo testigos de la caída de un sistema que empezó a colapsar en octubre del año pasado, un sistema que siempre ha puesto el centro en el interés de unos pocos y jamás, en el bien común. Sin embargo, no todo es desazón y desesperanza. El mundo entero se ha detenido para admirar la valentía y coraje de los profesionales de la salud y para agradecer el ingrato y nunca bien ponderado trabajo del personal de aseo.


Hemos entendido que somos seres sociales, una verdadera aldea global y que las barreras geográficas, hoy por hoy, son sólo un invento, un imaginario invisible. El permanecer en nuestras casas nos ha permitido reconectar con nosotros mismos, calmar nuestras aguas internas y nos ha abierto los ojos respecto de qué es lo verdaderamente importante: nos ha enseñado a ser humildes, a ser pacientes y a entender que de nada sirven el dinero, los lujos y los éxitos si no podemos compartirlos con nuestros seres queridos. La pandemia vino a reestructurar nuestra agenda y prioridades; nos ha hecho volver a añorar el calor de un abrazo; nos ha obligado a lidiar con las incertidumbres permanentes y nos ha invitado a reflexionar respecto del lugar que ocupamos en este mundo, la fragilidad de la vida y nuestras relaciones; pasando por aquellas que tenemos con las personas que nos rodean; como también con todos los demás seres que cohabitan en este planeta, los cuales se han visto enormemente favorecidos a causa de nuestro aislamiento.


Qué curioso resulta pensar que debemos dejar de reunirnos, de abrazar y de demostrar afecto, para así proteger a quienes más queremos; curiosa la manera en la que el amor va adquiriendo nuevas modalidades y nos demuestra, una vez más, que es capaz de manifestarse aún en medio de las ausencias.


Cuando las aguas se tranquilicen y retorne la calma, volveremos a mirarnos a los ojos y a abrazarnos con fuerza, pero también tendremos que hacernos cargo de los enormes desafíos que se nos avecinan. Claramente, ya no seremos los mismos y el aprendizaje obtenido en este tiempo, deberá ser la guía para (re)construir nuestras relaciones y nuestro rol en este mundo. El COVID-19 ha sacado a relucir la parte más dura y sombría de la sociedad y no podemos permanecer indolentes frente a la incertidumbre, dolor y preocupación de nuestros hermanos. Tenemos que encontrar la forma de más amar y más servir, aún en medio del caos. Después de tanto dolor, necesitamos crear un modelo basado en la igualdad y el respeto; un modelo que nos permita avanzar y crecer en conjunto y sin exclusiones de ningún tipo; Un modelo, tal vez a menor escala, en donde pongamos el énfasis en la sustentabilidad, la soberanía alimentaria y la vida comunitaria. Pasada la tormenta, de corazón espero que seamos capaces de aportar desde nuestras respectivas trincheras a crear una sociedad más humana, a la que le duela el dolor ajeno y que logre valorar y empatizar con todo a su alrededor. Necesitamos entender, de una vez por todas, que la felicidad no radica en las cosas suntuarias, que estamos mucho más unidos y conectados de lo que realmente pensamos y que por eso, de nada sirve el bienestar propio si no tenemos con quién(es) compartir la vida.

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