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Chile no está preparado para la migración


Por: Martín Canessa, abogado ayudante Clínica Jurídica UC.


*Nota del autor: los tres casos que se mencionan en la columna son reales, pero se han cambiado algunos datos (principalmente nombre y sexo) para resguardar las identidades las personas involucradas.


Domingo. Almuerzo familiar. Ya pasamos por La Haya, Trump, Indonesia. Es hora de hablar de “los migrantes” (término que por supuesto designa a los sudamericanos, porque los europeos son “extranjeros”). Comienzan a salir los prejuicios, esos que todos tenemos o tuvimos. Como trabajo en el tema, me lo tomo como un desafío personal: No, primo, las personas con antecedentes delictuales no pueden entrar al país, le pasó a Mike Tyson. Además, la tasa de delincuencia es menor en la población migrante que en la chilena. No sé si son “más esforzados”, tía, yo diría que igual que cualquiera, nada más. No, no nos “estamos llenando de negritos”… y tampoco se dice “negritos”.


Hasta ahí, todo bien. Siento que avanzamos. Pero, inevitablemente, alguien saca la frase de oro, la carta de triunfo, el as de espadas: “Yo no tengo nada contra los migrantes, pero lo que pasa es que Chile no está preparado para la migración”. *Mic-drop*. Todos asienten como frente a una verdad autoevidente. No alcanzo a responder, alguien cambia de tema. Derrotado.


Lo peor de todo: esa frase es cierta.


Es cierta, pero no por las razones que suelen darnos. No es que “la economía no aguanta”, o que “los migrantes van a dejar sin pega a los chilenos” (nada más comprobablemente falso); que “la cultura chilena no está lista” o que no estamos “acostumbrados” a las personas afrodescendientes. Trabajando en casos de migración y refugio, me he dado cuenta que el problema no son los migrantes ni somos los chilenos; son nuestras instituciones, nuestras leyes, nuestra política. “Chile no está preparado” y la razón es que por muchos años hemos mirado el fenómeno migratorio sólo desde la frontera y a través de tres lentes: la desconfianza, la utilidad y la seguridad.


Desconfiamos de los migrantes, creemos que nos pueden engañar, aprovecharse de nuestras instituciones. Por eso a María Sofía – ciudadana colombiana que llegó a Chile huyendo de grupos paramilitares que ya han asesinado a cuatro de sus hermanos –, un funcionario del Departamento de Extranjería y Migración le rechazó su solicitud de refugio en ventanilla (acto ilegal por donde se mire), sin darle más que una hojeada. Porque si la dejaban ingresar la solicitud, tendrían que darle una visa especial por el tiempo que durara el proceso, y quizás María Sofía no decía la verdad, no calificaba como refugiada. Y esa posibilidad parece tan pero tan grave, que es preferible dejarla en total indefensión. En la posibilidad de ser devuelta a su país. De que la expulsen. De que la maten.


Creemos que sólo los migrantes “útiles” merecen entrar, que migrar no es un derecho, sino que un beneficio. Por eso el Gobierno inventó una “visa de oportunidades”, que literalmente rankea a los inmigrantes por utilidad. Por eso la “visa de reunificación familiar” no incluye en verdad a toda la familia. Por eso Eliasen, ciudadano haitiano de 72 años, no puede venir a Chile para vivir con su hija y su nieta (ambas residentes regulares en el país), su única familia. Porque la migración de la tercera edad no es útil, no es rentable. Porque son un mal negocio.


Por último, entendemos la migración como un tema de seguridad. Pensamos que la política migratoria tiene que estar destinada a “ordenar la casa”, Chile para los chilenos. Por eso el Departamento de Extanjería y Migración insistió en la expulsión de Jon, decretada hace más de diez años, cuando fue condenado por un delito menor. Por eso insistió en expulsarlo a Perú, sin tomar en cuenta que en este tiempo se reinsertó de modo ejemplar, inició una PYME y hoy da trabajo a cinco personas. Por eso tuvimos que llegar hasta la Corte Suprema, que revocó su expulsión. Porque un solo antecedente basta para decir que la persona es un peligro para la sociedad, sin mirar su realidad actual. Porque los migrantes no merecen segundas oportunidades. Porque lo que está en juego es la “seguridad” (¿de quién?).


Trabajando en casos de migración y refugio, trabajando con María Sofía, Jon y Eliasen, me he dado cuenta que el voluntariado y la acción concreta no bastan. Nos quedamos cortos.

No bastan, porque el problema es estructural. Es político. Y quien crea que con solo trabajar como voluntarios – dictando clases de castellano, haciendo capacitaciones laborales o presentando recursos de amparo o de protección – seremos capaces de abordar el fenómeno migratorio, va a terminar terriblemente frustrado. Porque por cada orden expulsión que logramos revocar en la Corte, hay otros miles de migrantes que no han tenido la suerte de obtener asesoría jurídica, varios de los cuales son detenidos de noche y subidos a un bus o al avión presidencial para ser devueltos a su país. Por cada solicitud de refugio que logramos ingresar, hay cien que se quedan fuera, pues lo arbitrario es la política del Estado, no el funcionario que la ejecuta. Y, a pesar de nuestros desvelos, Puerto Príncipe sigue lleno de personas como Eliasen, esperando poder ver a sus familias.


Estoy consciente de lo difícil que es llamar a la acción política en un espacio como este: dirigido a jóvenes cristianos. Difícil, porque para los jóvenes que alguien nos hable de política se encuentra muy probablemente dentro de las cosas con menos sex-appeal del mundo. Difícil, porque hoy por hoy, cuando se invoca el cristianismo en el discurso público, es casi únicamente para hablar contra el matrimonio igualitario, contra el aborto, contra el feminismo, contra, contra, contra (gracias pastor Soto, gracias Henry Boys). Pero si el Evangelio ha de ser algo más que un libro viejo, excusa para oponerse al cambio, fuente de rigidez; si el Evangelio ha de ponerse al servicio de los oprimidos, entonces como jóvenes cristianos sí tenemos algo que decir. No podemos quedarnos callados ni quietos. Porque seguimos a una persona que dio la vida luchando por la liberación, que fue migrante y refugiado. Y por Él experimentamos la urgencia de construir el Reino de Dios aquí y ahora.

En esto, nuestra fe no admite tibieza.


Estamos llamados a construir el Reino desde todos los lugares y muy primordialmente desde el terreno de la política, lugar privilegiado para transformar las estructuras. Indignarnos. Ser intolerantes con el racismo, denunciarlo públicamente y por su nombre. Provocar un cambio de mirada y entender que la solución no está en fronteras más controladas ni en las promesas de algún Trump sudaca, sino en ciudades más acogedoras, en integración, trabajo, seguridad social, educación, vivienda, salud. Estamos llamados a hacer justicia, a exigir justicia. Exigirla desde nuestros colegios, nuestras universidades, nuestros trabajos, nuestras casas, nuestros barrios. Exigirla en la calle. Ocupar todos los espacios. Luchar apasionadamente por el respeto a los Derechos Humanos. De todos los humanos, chilenos y extranjeros.


Estoy consciente de lo difícil que es llamar a la acción política en un espacio como este. Pero si tenemos alguna aspiración de que nuestra fe no se transforme en creencias añejas y estériles, que no sea pura oración cantada y corazón calientito, visita del Papa, foto en Instagram… si tenemos alguna pretensión de que el cambio en nuestros corazones sirva para cambiar el Mundo, entonces tiene sentido el llamado. Porque contra la injusticia social, la única carta de triunfo es la acción colectiva, con sentido, con el otro en el centro y la Justicia como horizonte. Contra el anti-reino y contra la estructura opresiva, el único as de espadas es la acción política.

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