«¿De qué te sirve ganar el mundo si te pierdes a ti mismo?» (Mt 16, 26)
Esta frase evangélica le sirvió a Ignacio para confrontar a Francisco Javier, quien deseoso de partir a la misión, no alcanzaba todavía la santa indiferencia en sus impulsos evangelizadores. Hoy es raro encontrar creyentes que sientan el ardor apostólico que tuvieron San Pablo, Francisco Javier, Damián de Molokai y tantos otros. Hoy muchos buscan ganar el mundo para sí mismos, pero no para Dios, e igualmente se pierden. Es el mes misionero, pero ya casi nadie habla de la misión ni se percibe como misionero. Es necesario, entonces, pedir la gracia de volver a escuchar a Jesús que nos dice: «Vayan por todo el mundo y prediquen el Evangelio» (Mc 16, 15).
De una Teresa a otra
La identidad misionera puede vivirse de muchas formas, no sólo en su versión ad gentes, y todas ellas son igual de valiosas y necesarias para la Iglesia. Es curioso para muchos que sea una monja que nunca atravesó las paredes de su convento quien ha sido reconocida como patrona de las misiones. Su vida, el caminito que ella recorrió, es todavía hoy una propuesta de santidad misionera ejemplar para cualquier cristiano. Hay también otra Teresa, más actual, la de Calcuta. Esa religiosa nacida en Albania dejó su patria y adoptó otra a tal grado que su nombre ha quedado para siempre vinculado al lugar donde se desvivió en el servicio a los más pobres. Ambas Teresas nos sirven como modelos distintos de asumir el mandato misionero de Jesús.
Misión ¿imposible?
Podemos preguntarnos si esta misión de ser buena noticia para el mundo no es algo imposible. La respuesta es que sí, y conviene saberlo antes de lanzarnos a ello. En el sueño que reveló a San Juan Bosco su misión entre los jóvenes, siendo apenas un niño de 9 años, el Hombre que le pedía cosas imposibles respondió a su resistencia diciéndole: «Precisamente porque tales cosas te parecen imposibles, debes hacerlas posibles». Luego, se le da como Maestra a María, quien también recibió una misión imposible que con fe hizo posible. Todos podemos recorrer ese mismo itinerario, llenos de confianza.
«A toda creatura»
una misión cósmica Hace poco se publicó la exhortación apostólica Laudate Deum, 8 años después de que el Papa Francisco enviara al mundo la Encíclica Laudato Si. Estos documentos del Magisterio Social de la Iglesia nos revelan una misión que alcanza dimensiones cósmicas. Hay una parte de aquel envío misionero que con frecuencia omitimos. La buena noticia ha de ser predicada a toda la creación. ¿Qué significa esto? ¿Debo proclamar el Evangelio a perros y gatos? Sí y no. No se trata de leerle la Biblia a mis suculentas, sino de decirle, a la manera de Francisco de Asís, al gusano que encuentro en la tierra: «No te preocupes, hermano, no voy a pisarte. Voy a quitarte de en medio del camino para evitar que otros, que puedan venir distraídos, caminen sobre ti y te hagan daño. Voy a cuidarte porque esa es la tarea que me confió Dios». Es comunicarle a la tierra: «No voy a explotarte, extrayendo de ti más recursos que los que necesito y puedes darme. No voy a pedirte frutos fuera de tiempo. Compartiré cuanto obtenga de ti».
La misión es movimiento
El «Vayan» del envío misionero implica una dinámica donde hay renuncias y retos. La misión siempre nos sacude y descoloca. Es un impulso que nos pone, como tanto ha insistido el Papa Francisco, «en salida». El movimiento indica que hay vida. Es lo propio de quien se deja animar por el Espíritu Santo. No es siempre un movimiento de tipo físico o geográfico, aunque a veces sí es necesario. Es sobre todo un movimiento interior, que abandona viejos modos, estructuras anquilosadas, prácticas estériles y se deja llevar por Aquel que confía la misión.
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