Hace 14 años, cuando recién vivía mis primeros meses de noviciado, organizamos unas misiones en poblaciones rurales cercanas a Tirúa. Allí había una pequeña comunidad católica que vivía alegremente su fe desde la riqueza de su identidad mapuche. Recuerdo que, para poder realizar las misiones, tuvimos que presentarnos ante la Machi, que era la autoridad espiritual del lugar. Yo estaba nervioso porque la gente hablaba de ella con respeto y solemnidad; estaba seguro de que se trataba de una persona de mucha sabiduría. Al llegar a su casa, nos abrió la puerta una mujer joven, quien nos invitó a pasar a una sala que quedaba al fondo de un largo corredor. Sentada al lado de un pequeño fuego que la calentaba, nos esperaba una anciana de unos 75 años. La joven nos invitó a sentarnos en unas sillas que estaban justo al lado del sillón de la Machi y luego nos dejó solos. La Machi no decía nada y yo, ahogado en la ansiedad, comencé a presentarme, contándole un poco de nosotros y del programa de las misiones. Ella, unas pocas veces, asentía con un tímido “ya”. Luego de unos 10 minutos guardamos silencio, esperando que ella tomara la palabra. Pasaron 5 minutos y solo se sentía el sonido del fuego que nos calentaba. Pasaron otros 5 minutos —el tiempo se hacía eterno— y ninguno decía nada. Entonces, yo no aguanté más y le dije:
—Bien, pues no quisiéramos quitarle más tiempo. Estamos muy agradecidos de que nos haya recibido.
Ella abrió sus ojos y, mirándonos con una enorme sonrisa, nos dijo:
—¿Por qué se va? ¿Dije alguna mala palabra?
Luego reímos juntos y estuvimos otros 20 minutos en silencio, pero este era un silencio completamente distinto al anterior. Intercambiamos dos o tres palabras sobre la comunidad y luego nos retiramos. Al irnos, recuerdo que comentamos con mucha alegría la experiencia de aquel encuentro. De alguna manera, todo lo que debía pasar en esa visita pasó en silencio.
Vivimos en un mundo donde el lenguaje es omnipresente; estamos permanentemente insertos en él. Pensamos con palabras, trabajamos con palabras, amamos con palabras, y dañamos con palabras. Se estima que cada uno de nosotros dice más de 20.000 palabras cada día. En las plataformas digitales se generan 42 millones de mensajes en WhatsApp por minuto y más de 500 mil tuits; es decir, un torrente incesante de palabras define nuestra realidad cotidiana. Nuestra vida espiritual también está profundamente marcada por el uso de la palabra: Unas las repetimos de memoria, otras las leemos e incluso hay otras que son parte de las conversaciones interiores que tenemos con Dios y con nosotros mismos. Pero, realmente, ¿qué peso tiene nuestra palabra?
No todas las palabras pesan lo mismo. Sabemos lo que sucede cuando la palabra es vacía: Somos capaces incluso de dañar a otros y a nosotros mismos. San Mateo nos advierte sobre el peligro de las palabras vacías: “Os digo que de toda palabra ociosa que hablen los hombres, darán cuenta en el día del Juicio” (Mt 12:36). Es interesante que el adjetivo ‘ociosa’, que en el griego original es aergón, hace referencia a algo que no tiene energía, que no porta energía. Parece ser que Mateo nos advierte sobre palabras estériles, incapaces de crear y dar vida, palabras que no portan el Espíritu Creador. Hoy, con todos los estímulos de los que disponemos 24/7 (Instagram, WhatsApp, MSN, Spotify) corremos el peligro constante de perdernos entre tanta palabra vacía, de entrar en el espiral de la palabra que no pesa, espiral de ignorancia e intolerancia, llegando a la violencia justificada en la palabra.
La tradición cristiana nos ofrece una clave profunda: “En el principio era la Palabra”, inicia el prólogo de San Juan (Jn 1:1). Sin embargo, conviene detenernos en un detalle fundamental: no dice que la Palabra sea el principio, sino que era en el principio. Esto sugiere que la palabra no es el punto de inicio absoluto, sino que hay algo anterior, fundamental: el Silencio.
Allí la Palabra encuentra su origen y su fuerza. Es en el Silencio donde esta se gesta y cobra sentido. La verdadera Palabra es aquella que —como dice R. Panikkar— es éxtasis del Silencio. Es decir, una palabra que no es simplemente ruido, sino Revelación del Silencio. Decimos que Cristo es la Palabra que revela al Padre; así también nuestras palabras deben ser revelación de un Silencio fundamental.
El verdadero Silencio es el vientre de la Palabra, es su madre. Es el lugar donde el Infinito se encarna en lo humano. La Palabra y el Silencio nos contactan con el Misterio de la Trinidad. San Ireneo, en el siglo II, afirmaba que “del silencio del Padre nace la palabra del Hijo”. Podemos decir que, cuando el Silencio es Principio y la Palabra su Revelación, entonces cada Palabra nuestra portará Espíritu de vida y nosotros mismos nos uniremos activamente al Misterio profundo del Dios que crea por medio de su Palabra. Entonces, en la posibilidad de dar vida fundando nuestra palabra en el Silencio, también se manifiesta nuestro ser imagen y semejanza de Dios.
Cuando hablamos de la vocación personal, hacemos referencia a una ‘llamada’, a una palabra que hemos descubierto ‘en’ nosotros y dirigida ‘a’ nosotros. Esto es porque la Vocación no es otra cosa que la conciencia de portar una Palabra que es propia, pero que, al mismo tiempo, por gestarse en lo más profundo de nuestro Silencio, la reconocemos como Don recibido. Sin embargo, cuando la Palabra viene del Silencio no es rígida y toma forma permanentemente, porque está viva.
Entonces, es necesario volver siempre al Silencio y escuchar desde allí esa Palabra —que siendo la misma, es siempre nueva— para reconocer toda su fuerza creadora en nosotros. Porque, aunque alguna vez nos hayamos sentido ‘llamados’, cuando la palabra ha sido amputada del Silencio, habrá perdido su fuerza, no tendrá más la capacidad de dar vida y será completamente ajena, será ruido, ya no será más sacramento del Silencio.
Puede ser interesante observar y reflexionar sobre el término ‘conversar’, que tiene una raíz etimológica fascinante. Proviene del latín con-vertere, que significa literalmente “depositar en el mismo recipiente”. Esto sugiere que la conversación es un acto de comunión, un compartir profundamente lo que somos y lo que tenemos. Pues no se trata simplemente de intercambiar palabras, sino de poner en el mismo recipiente el contenido de la fuente misma de donde nuestras palabras provienen. Una auténtica conversación nos lleva a conocer algo de ese Silencio que lentamente se va transparentando en las palabras. En este sentido, el diálogo que da vida y porta la paz no se trata de encontrar el promedio de la suma de todas las palabras, sino de estar dispuestos a compartir el vientre en que estas se gestan. Allí descubriremos lo que verdaderamente tenemos en común.
Nosotros sabemos que un “te amo” que viene de la profundidad del Silencio se siente distinto que un “te amo” que no surge desde allí. Hemos gozado y sufrido de esa diferencia. Cuando San Ignacio de Loyola, en los primeros números de la Contemplación para Alcanzar Amor, dice: "El amor se debe poner más en las obras que en las palabras", justamente nos está señalando que la Palabra que no porta la fuerza creadora, la palabra que no ‘obra’, está vacía y allí no se puede reconocer el amor. Hacia el final de los Ejercicios Espirituales, para quien ha recibido la gracia del ‘conocimiento interno del Señor’ (conocimiento en el Silencio), debe ser evidente que el amor no es solo un sentimiento, sino la acción de donarse, porque en esa experiencia de habitar el Silencio y de revisar la propia vida desde el Silencio, se descubre la Palabra sobreabundante del Padre donándose en todo bien recibido [EE 233] y habitando toda la creación [EE 235]. Entonces, conocemos que su Palabra es Amor y que la nuestra está profundamente llamada a serlo [EE233].
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