Por Pablo Mayorga SJ
Hace ya algunas semanas, en medio de un buen “zapping” por Netflix, me topé con una sinopsis que mostraba a una especie de niña robot gigante que parecía guiar un juego de “un dos tres, momia es”. La escena, a estas alturas ya famosa, no llamó mi atención hasta que comenzaron los primeros disparos y el caos y la sangre se apoderaron del escenario, anunciando una violencia que marcaría la trama y que me daría mucho en que pensar.
El Juego del Calamar es uno de los más recientes éxitos de la plataforma de streaming estadounidense y que se ha vuelto tendencia en nuestro país y el mundo. La serie sur coreana nos presenta a Seong Gi-hun, un divorciado y negligente padre, adicto a las apuestas, peligrosamente endeudado con una mafia y que vive de lo que su anciana madre puede proveer. La historia de nuestro protagonista tiene un vuelco cuando se encuentra con un misterioso personaje que le ofrece involucrarse en un juego cuyo premio podría cambiar su vida.
Aunque la acción y violencia de la serie funcionan como un eficaz señuelo, creo que más que las muertes, las traiciones y los giros dramáticos, lo cautivador de esta es la brutal realidad de la que pareciera ser reflejo. Y es que, bajo apariencia de circo romano, el Juego del calamar nos ofrece una metáfora de la violencia existente en muchas de nuestras sociedades contemporáneas, esa que pone en juego nuestros deseos y que puede llevar a relativizar hasta la propia vida (o la de quienes me rodean) a fin de aspirar a una “vida mejor”.
La realidad arrojada por la serie, creo, es aquella que se hizo aún más visible desde el estallido social en nuestro país. Es esa realidad en que la violencia brota como fruto de la frustración, la desesperación y, por qué no decirlo, desde la mismísima fragilidad humana puesta a prueba por la injusticia, el individualismo y las ficciones de que el éxito y la riqueza son sinónimos de la felicidad.
Esa violencia que se apodera, por momentos, de un siempre dubitativo Seong Gi-hun (el protagonista de la serie); que se ha hecho un estilo de vida para Jang Deok-su (el violento gánster); que se impone ante la desesperada situación de Sae-Byeok (la carterista norcoreana); o que termina corrompiendo, por distintos motivos, a Cho Sang-Woo (el “exitoso” vecino de nuestro protagonista) y a Oh Il-nam (el anciano), es una violencia real, concreta y rastreable en nuestro mundo. Una que coexistente con nuestra libertad, de la que nadie pareciera estar libre (todos la ejercemos en grados distintos) y que, en mayor o menor medida, puede modelar nuestras decisiones bajo apariencia de bien.
El juego del calamar es una serie cautivadora, con personajes bien construidos y que ofrece una metáfora que nos interpela. Si no la has visto, creo que la presente reflexión puede canalizar una lectura (entre muchas) ante la diversidad de capas que se esconden tras la acción y el suspenso. Si la has visto creo que lo hasta aquí dicho puede ser una buena oportunidad para la oración, reflexión y diversas conversaciones sobre nuestra vida cotidiana y la sociedad que, como cristianos, soñamos construir.
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