Por: Macarena Palau, psicóloga infanto-adolescente.
No me acuerdo cuando fue la primera vez que escuché sobre salud mental. Conocía a muy pocas personas que fueran al psicólogo, por ejemplo, y las que conocía eran compañeras y compañeros de colegio que “se portaban mal”. Dos amigas iban al psiquiatra, pero el mismo doctor les recomendó que dijeran que iban al neurólogo si es que les incomodaba decir la verdad. Incluso habiendo entrado a estudiar psicología, me costó un par de años dejar de sentir que el necesitar ir a psicoterapia era una debilidad. ¿Qué es lo que nos da tanto miedo enfrentar, conversar?
De suicidio, ni hablar. A más de uno nos habrá pasado darse cuenta, al hablar con nuestros padres o abuelos, el tabú que podía representar el tema. Ya fuera por el miedo “al infierno” o la incomodidad de hablarlo, el hecho de quitarse la propia vida era un problema jamás abordado, y por lo tanto, jamás prevenido. Hoy, si bien hemos logrado que la discusión aparezca más, seguimos con miedos y mitos que nos rodean y muchas veces nos inmovilizan. Nos preguntamos quizás quién tuvo la culpa, algunos los llaman cobardes, otros los llaman valientes, otros no logran empatizar, y otros piensan que por hablarlo, motivarán quizás a que alguien más tome la decisión de terminar con su vida.
Esto último es, quizás, el peor de los mitos. Tenemos que hablarlo, y hablarlo ahora. Es necesario hacerlo con respeto, tacto, empatía y responsabilidad, y más importante aún: con verdaderas ganas de escuchar.
Chile es señalado por la OMS como uno de los países con más carga psiquiátrica, siendo un 23,2% de las enfermedades pertenecientes a salud mental. La depresión y las adicciones son las que más fuerte nos golpean, y esto empeora por el hecho de que solo dos quintos de las personas diagnosticadas reciben atención de salud mental. Además, gran parte de estos problemas se inician antes de los 14 años, los problemas ansiosos son parte de los principales que aquejan a los adolescentes y jovenes hoy en día y el suicidio es la segunda causa de muerte en ese grupo etario.
Por suerte, no todo es malo. Poco a poco el tabú se rompe y como sociedad avanzamos en pequeños pasos que dan esperanza: se pone más atención a esto en los colegios, se intenta entrenar más a los profesionales de salud, la tasa de suicidio adolescente se redujo desde el 2008 al 2016 y cada vez más profesionales y civiles manifiestan su preocupación al respecto. Sin embargo, quizás todavía nos queda mucho que avanzar a nivel individual y de nuestras relaciones interpersonales.
Duele leer y escuchar opiniones acusando de “flojos” a quienes demandan mejores situaciones de salud mental en lo laboral y educacional. Duele ver como las conductas de autodaño son desvalorizadas como deseo de llamar la atención. Duele que cada vez que un paciente llora frente a mí, me pida perdón por ello. ¿Por qué pedimos perdón? ¿Por qué sentimos que tenemos que ir inafectados por la vida? ¿Por qué exigimos eso del resto?
Pienso en Jesús, en el monte de los Olivos. Angustiado y con miedo, seguro batallaba contra su propio mundo interno. Deja a sus discípulos orando, y cuando vuelve, ve que todos cayeron dormidos. Quizás hoy somos esos discípulos, que nos quedamos dormidos cuando en realidad deberíamos estar atentos y orando por ese hermano que se encuentra en su hora más difícil. Quizás le hemos fallado a tantas personas que necesitaban ayuda porque el cansancio y el día a día fueron más fuerte.
Pero entonces, ¿cómo podemos empezar a mantenernos despierto en el cuidado propio y de aquellos que nos rodean? Se puede empezar por hablar no desde el cahuín o el dato morboso, si no desde la empatía y nuestra condición humana. Podemos seguir por la atención al otro y fijarnos en detalles que pueden ayudarnos a pensar que alguien pudiera estar en riesgo, por ejemplo, de suicidio. Algunos indicadores clásicos son el sentido de desesperanza, el presentar conductas de riesgo, el aislarse, el despedirse de las personas cercanas, o el regalar objetos preciados. También pueden haber señales verbales, como el decir que se está cansado de la vida, que el mundo estaría mejor sin ellos, que quiere ndesaparecer, o que pronto no estarán por aquí.
Sin embargo, nada de esto sirve si no nos atrevemos a preguntar. Preguntemos a las personas cómo están, qué les pasa, cómo se sienten. Preguntemos sin miedo a la respuesta, y si nos preguntan respondamos sin miedo a ser una carga para el otro. Preguntemos, directamente, si han pensado en querer morir, y actuemos acorde a la respuesta; recomendemos profesionales, acompañemos a buscar ayuda, aseguremos que las y los queremos aquí.
Abrámonos a nuestras propias vulnerabilidades, a las del otro, a la posibilidad de sufrimiento, y con ello también a la posibilidad de sanación. Busquemos que la vida sea llena en conjunto y que el sufrimiento de uno sea el sufrimiento de todos.
Si sospechas que tú o alguien que conoces pueda estar viviendo un problema de salud mental, puedes llamara a Salud Responde al 600 360 7777. Si tú o alguien que conoces ha tenido pensamientos suicidas, pueden contactarse con la Fundación José Ignacio por correo a contacto@fundacionjoseignacio.org para recibir asistencia.
Fuentes:
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