Por: Ángela Cid Sanhueza, Cevequiana y miembro de la Red Laical de Concepción.
Estamos viviendo la peor crisis institucional y de credibilidad de la Iglesia Católica chilena en toda su historia. Hoy “nos” derrumbamos y digo “nos” porque, por cliché que suene, soy Iglesia y esta crisis me duele, interpela y cuestiona. ¿Qué puedo hacer ante lo que he visto y oído?, ¿me quedo en esta institución corrompida?, ¿me voy de la Iglesia?, ¿sigo viviendo la eucaristía con la actitud de “aquí nada está pasando”?, o ¿me hago cargo? Hoy quiero invitarlos a no ser cómplices con nuestro silencio, sino todo lo contrario a sacar la voz.
Algo que me ha llamado la atención en este último tiempo es el actuar de algunos de los representantes de la Iglesia Católica, definitivamente el interés de ellos no ha estado acorde al mensaje de Jesús, muy por el contrario, hemos visto un deber ser tardío, insuficiente y con limitaciones. Ha habido perdón a las víctimas, pero siempre manchado por errores, poca credibilidad y con un gran interés en limpiar la imagen de la institución.
Por otra parte ha existido una cotidianeidad del silencio, la cual se hace evidente al indagar en las agendas pastorales de las diócesis, en el trabajo concreto y real de las vicarías y parroquias. Este silencio se esclarece al hacer el ejercicio de ir a diferentes eucaristías dominicales y escuchar las homilías de los sacerdotes, en ellas poco o nada se aborda el tema de la situación de crisis que vivimos, tal cual señalé en un comienzo: esa actitud de “aquí nada está pasando”.
Toda esta coyuntura me recuerda a una película que se llama “La Conspiración del silencio”, en ella se muestra a la Alemania de mediados del siglo XX, donde las altas esferas del gobierno se vieron involucradas en una conspiración que ocultaba los crímenes cometidos por los nazis durante la Segunda Guerra Mundial donde el secreto y el silencio estaban en pos de ignorar y ocultar tales atrocidades.
Esta cultura del silencio y el secretismo es una realidad no sólo en la historia de nuestra Iglesia, sino que también en la historia de nuestra sociedad. Si miramos nuestras propias familias encontramos temas tabú, realidades que nadie quiere hablar y se guardan en las paredes de las casas, viven en el rumor y en el tono leve de una conversación “prohibida”. Hay prácticas cotidianas en las cuales no se abordan realidades dolorosas, inclusive en la medicina hay momentos donde se llega al acuerdo de no decir a un paciente su diagnóstico real para evitarle un gran sufrimiento. Pero claro está que es mejor y más sano descubrir una verdad dolorosa a vivir en un oscuro secreto.
Y es quizás esta cultura del silencio la que nos ha hecho lentos para despertar, tan naturalizadas están ciertas prácticas que nos ha costado abrir los ojos. Muy de a poco vamos comprendiendo los viciados modos de proceder que existen en nuestra Iglesia, por mencionar algunos: los traslados de los abusadores; la realidad de la carrera eclesiástica; sacerdotes sin vocación que se transforman en funcionarios de la iglesia; el foco puesto solo en la moral sexual; la nula participación de la mujer en la toma de decisiones, y tanto otros.
Y cuando esta cultura del silencio se encuentra con la mala comprensión de la misericordia de Dios, nos caemos a pique. He escuchado en diversas oportunidades a católicos defender a los abusadores, señalando que si Jesús perdonó a la mujer adúltera también va a perdonar al abusador, y en eso hay verdad, pero el problema del abuso no termina con el perdón, además se requiere justicia y reparación. Y para que eso suceda el peor pecado es el silencio, quedarnos inmóviles o no hacernos parte del problema para buscar juntos nuevos caminos. Aquí es donde los laicos y laicas debemos ser protagonistas sacando nuestra voz y evidenciando las prácticas viciadas y corrompidas de nuestra Iglesia.
En los Hechos de los Apóstoles hay una frase que habla por sí sola: “no podemos callar lo que hemos visto y oído” y claro está que en el último tiempo hemos visto y oído mucho, las noticias de abusos por parte de miembros de la Iglesia se han multiplicado. Para mí fue muy iluminador leer a Joseph Ratzinger en un ensayo llamado “¿Por qué permanezco en la Iglesia?” donde dice “¿Acaso el amor no es lo contrario de la crítica? ¿No es quizá esta la excusa a la que cuantos ejercen el poder recurren gustosamente para eliminar la crítica y mantener a su favor la situación de hecho?” No confundamos el amor con silencio, no confundamos el no escándalo con el silencio.
Incluso, el mismo Papa Francisco en su carta al pueblo de Dios que camina en Chile nos dice “urge generar espacios donde la cultura del abuso y del encubrimiento no sea el esquema dominante; donde no se confunda una actitud crítica y cuestionadora con traición.” Cuestionarnos y criticar no es traición. Hacer una velatón u oración por las víctimas no es traición, levantar carteles que digan “no más obispos encubridores” en un Te Deum no es traición. Y ante esto cabría preguntarse: ¿es traición que una autoridad eclesiástica haya guardado silencio ante la fiscalía?
Evidentemente aquí hay problemas grandes y son más las preguntas que las respuestas, ¿ante que nos enfrentamos?, ¿a qué debemos apuntar como jóvenes católicos?, ¿realmente es posible otra Iglesia?
El llamado hoy es a ser proféticos e incisivos, muy activos en la lucha por una iglesia más horizontal y transparente, donde el #NoMásAbusos no sea una utopía. Hoy los quiero invitar a ser protagonistas, a romper con la cultura del silencio y a creer que #OtraIglesiaEsPosible, a no tener miedo de decir lo que no nos parece, a movilizarnos y a transformarla desde adentro abriéndonos al discernimiento para elegir al modo de Jesús cómo mejor amar y servir.
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